miércoles, 29 de octubre de 2008

Regreso a Ítaca



La amistad (III)

Desde mi casa, la de toda la vida, se puede ir caminando hasta el cementerio. De puerta a puerta son veinte minutos, lo sabía perfectamente. Muchas veces realicé ese recorrido a pie antes de amarrarme a una bicicleta china que se volvió eterna. Entrando por un acceso trasero, situado en las inmediaciones del suburbio de La Dionisia, se corta camino, se reducen cinco minutos a los veinte que lleva bordear el muro amarillo de la avenida Zapata, ese inmenso cercado inhóspito cuya acera tan estrecha fue trazada para que dos personas no se crucen tranquilamente. La bici ya no forma parte de mi vida cotidiana, de manera que emprendí el viaje caminando, alrededor de las siete de la mañana.
Me crucé con gente que iba a su trabajo también andando, con la esperanza en sus rostros de que algún automóvil o autobús clemente los recogiera por casualidad. Una muchacha de unos 30 años me adelantó a toda marcha, con un perfume escandaloso y dulzón, tan propio de los gustos tropicales, del amasijo de olores de La Habana, que incluye desde la fragancia femenina hasta el carburante quemado de extraña procedencia. Y por el medio un rasguño de aire de agua que choca en las mucosas con cariño, y en ese preciso instante es que la memoria olfativa te devuelve tu infancia, tus años posteriores.
No hay nada más inexplicable que el impacto de una brisa sorpresiva al salir de una bocacalle o de una puerta cualquiera, interrumpiendo enseguida el sofoco del calor en el cuerpo. Y tal efecto, obviamente, lleva su propio olor.
A las siete de la mañana había calor en el ambiente.
Preferí bordear Zapata por el temor de entrar de lleno en el cementerio y tener que atravesarlo solo. No estaba preparado para la exhumación. De hecho, creo que nadie está preparado totalmente para semejante crueldad. Lo único que me daba fuerzas era pensar que había atravesado el Atlántico para despedirme de mi papá de esa manera tan extrema de la que se antojó la vida.
Durante el trayecto me dediqué a mirar los panteones con letras grandes. Me los sabía de memoria. Durante años fue el recorrido del autobús, primero, y luego de la bicicleta para ir a cualquier lugar. El más vistoso y, por ende, popular, era paradójicamente el de los Naturales de Ortigueira, último albergue de los emigrantes de ese pequeño pueblo gallego. Está en la curva más peligrosa de Zapata. Todo el que pasa por allí lo ve, por la altura del edificio.
Al sobrepasarlo, sabía que estaría próximo a la puerta de la necrópolis.
Como no viajaba en taxi, se alejaba la posibilidad de que alguien en la entrada intentara cobrarme el paso en dólares convertibles, pero no fue así.
Parece ser que los que ya no vivimos en la isla llevamos reflejado un aire distinto. No es por la ropa, porque muchos allí visten a la moda e incluso visten de marcas. Es quizá la actitud, el aire, repito.
Me llegó, pues, la pregunta de un guardia jurado que me vio enseguida:

-¿Usted es cubano?

Fue directo. Claro, qué otra cosa me podría preguntar.

A mí me sigue pareciendo una aberración que un país venda al turismo su cementerio. Otra situación muy diferente es que el viajero, por curiosidad histórica o cultural, quiera visitar el reposo de un poeta equis, o de un ilustre científico; pero de ahí a que el propio gobierno sea el que promueva el negocio hay un largo camino. Le dije al custodio que sí era cubano, también a secas. Con un simple Sí no se puede determinar el acento de nadie, pero quizá fue mi actitud tajante la que marcó una distancia y me dejó continuar.
Pocos metros detrás me estaban esperando la viuda de mi padre y un amigo de la vieja guardia que se ofreció para realizar él lo más doloroso.
A mi amigo yo lo había llamado por teléfono la noche anterior. Enseguida que supo el motivo de mi visita, y sin pedirle nada, él mismo se ofreció. Me dijo que no es que le hiciera mucha gracia, pero que yo no debía guardar tan terribles imágenes para el resto de mi vida. Se me hizo un nudo en la garganta escuchándolo. En ese instante sentí una profunda humanidad. El contrapunteo de situaciones impidió entonces que corrieran las lágrimas. Me las tragué todas, una por una, entre otras cosas porque la fortificación del alma que tuve que hacer para afrontar ese viaje fue tan radical, que en aquellos días no pude llorar ni una sola vez.
Yo quería precisamente pedirle ese favor a mi amigo. Y él se me adelantó. Cuando me recuperé, porque hubo un espacio de silencio en la conversación por teléfono, le respondí que yo también haría lo mismo por él.


(Continuará…)

lunes, 27 de octubre de 2008

Regreso a Ítaca




Las travesuras de Guillermo (II)

Una misiva amistosa que leí en el aeropuerto de Barajas, poco antes de tomar el avión hacia La Habana, me invitaba a relajarme; me aseguraba que todo iba a salir bien y que el paso fronterizo en la terminal aérea de Cuba ya no era ni la cuarta parte de lo temible que siempre fue. En silencio, en medio de mis cavilaciones, le respondí a la querida amiga de la carta que el miedo es inherente en nosotros, que tendrán que pasar muchos años para no sentir el cuerpo helado en el momento de atravesar la maldita puerta que nos separa de una y otra realidades.
Es cierto que las cosas han cambiado, pero también hay que tener en cuenta que quien escribe estas líneas creció a la sombra de la paranoia de su propio padre, un hombre que jamás dejó de pensar que su teléfono particular estaba bajo vigilancia. Y ese hombre, cuya muerte prematura le robó incluso la noticia del traspaso de poder de un hermano Castro a otro, ya no estaba presente para comprender ciertos temores, sino se había situado desgraciadamente entre una multitud de memorias. El corazón de mi padre no pudo esperar, no soportó la cruda verdad de que sus hijos se marcharan todos fuera del país, a confines muy disímiles, y que el edificio donde transcurrió toda su vida se estuviera cayendo a pedazos sin que nadie pudiera hacer nada. Y se marchó a otro mundo sin consultarlo con nosotros.
Hacía dos años que había muerto –poco antes de que el comandante iniciara su peor agonía- y entonces un servidor no pudo asistir a su entierro. Yo volé un año después para llevarle flores y gestionar un lugar definitivo, perfectamente identificado, personalizado, donde pudiera descansar con tranquilidad y adonde yo o cualquiera de mis hermanos llegáramos sin tropiezos. Así fue.
Esta vez, como se ha querido compartir en la crónica anterior, el motivo del viaje era la exhumación, toda vez que sus restos quedaron en una bóveda común y de ésta había que extraerlos obligatoriamente pasado un tiempo. Se trata de un proceso cruel y, en el Cementerio de Colón, en La Habana, doblemente debido a la escasa infraestructura, al empobrecimiento de los servicios y del propio entorno del camposanto.
Mientras se acercaba la fecha, todavía en Barcelona, me propuse no visualizar por adelantado tan desagradable escena. ¿Para qué? ¿Para qué sufrir por algo todavía incierto si había aspectos más próximos que requerían de un aluvión de energías? Estaba, por ejemplo, el asunto de qué llevar en la maleta, qué meter en el equipaje de mano, desarrollar una selección minuciosa para que el equipaje no fuera si quiera cuestionado y mucho menos decomisado.
Estuve toda la semana anterior al vuelo dilucidando si llevar o no el ordenador portátil. ¿Sería muy sospechoso? ¿Sería ofensivo, molesto, incómodo para las autoridades de frontera? ¿Y de material de lectura?¿Qué textos no serían convenientes? Consulté toda esta maraña de dudas con dos o tres amigos de diferente perfil social y todos, sin excepción, me dijeron:
-Ve solo a lo que vas. No te compliques la vida y vuela limpio de polvo y paja.
Hice caso menos con el ordenador. Cargué con él, un peso casi cotidiano en mi rutina que terminará escorándome el tronco hacia la izquierda.
Al llegar el momento de pasar por el control de emigración –inmigración, en este caso-, me había despachado como de costumbre un doble de añejo sin hielo en los minutos previos al aterrizaje. Tenía el cuerpo relajado, la mente curiosamente en Barcelona y el alma volando por la proximidad de la hora de la exhumación, o lo que era lo mismo en aquel instante: el día después.
El suboficial, cansado, en efecto, ojeó todo sin prisa, incluyendo mi rostro, y, sin articular siquiera un monosílabo, desplegó la señal de “pase usted adelante”.
Pasé rápido a registrar el portátil porque a esas alturas ya me había informado que se podía entrar a la isla siempre y cuando uno lo registre con número de serie y todo, para luego salir del país con él sin que te hicieran comprobaciones de archivos personales. Los tiempos han cambiado, ciertamente.
Ahora el que se fue de Cuba y nunca ha ofrecido declaraciones a la prensa internacional en contra del gobierno de la isla, no es más que un número de entrada y salida y una posible fuente de ingreso de divisas al país, y un portador de chocolates y chucherías que entretienen el estómago de algunos trabajadores del aeropuerto.
Cuando al fin estuve solo en la intimidad de mi habitación, en mi antigua casa, abrí una cremallera del maletín del portátil que no había desabrochado en la aduana. Y de allí salió un ejemplar de La Vanguardia que me habían obsequiado en el avión de Iberia entre Barcelona y Madrid. Para mi sorpresa, pues no lo había hojeado esperando un después, salió a relucir en la contraportada una entrevista con Miriam Gómez, la viuda del fallecido escritor Guillermo Cabrera Infante, uno de los enemigos más grandes en toda la larga historia del dictador.
Y fue así como, de cierta manera, Guillermo llegó a La Habana conmigo: en el equipaje de mano y sin demasiados subterfugios.


(Continuará...)

viernes, 24 de octubre de 2008

Regreso a Ítaca



El día después (I)

Ese sería el amanecer más temible de mi vida y ocurrió a mis 43 años, hace ahora una semana. Al abrir una cristalera de mi antigua habitación, volví a sentir el olor a hierba mojada y salvaje, esta vez más crecida y más dejada al olvido. Volví a encontrar de frente el color amarillo intenso de un rayo de sol, el mismo rayo de un astro anclado al parecer delante de aquellas cuatro paredes exteriores. Había más rejas en mi campo visual, de todo tipo y colores. Excepto este pequeño detalle –que no es tan pequeño si uno se pone a pensar- todo seguía igual. Las cosas en su lugar, quiero decir, porque todo estaba más destartalado que lo que pude imaginar cuando iba al encuentro de La Habana.
He contado en estas páginas que mi casa natal –o sea, la de toda la vida- la perdí en medio de una transacción comercial que realizó mi desesperada madre aprovechando mi ausencia –mi exilio-, negocio turbio y mal hecho pero que tuve que asimilar por razones básicas de equilibrio mental. Lo que no había dicho aquí es que el actual inquilino de La Maison –así llamaba cariñosamente una amiga de la universidad a mis ambientes desconchados, oscuros- se ofreció por teléfono para que cuando yo visitara de nuevo la isla pudiera instalarme allí, gratis, sin compromiso. Sé perfectamente que esas cosas pueden suceder en Cuba, pues conocí una historia similar en mi propio barrio, con un hombre que llegaba de Miami luego de 30 años de ausencia y decidió pasar delante de su antigua vivienda. Terminó hospedado para sorpresa del mismo visitante, quien solo corrió a cargo de una facturita regular de víveres y los siempre bienvenidos refrigerios.
Algo similar acabo de vivir, sin conocer personalmente antes a quien fuera mi anfitrión, el “compañero” que compró mi casa y por quien supe, en larga, distendida y etílica charla, el dinero que ofreció por ella. A través del teléfono respondí afirmativamente a su invitación, y allí me presenté, hace ahora, repito, unos pocos días, con el corazón en la mano, más que en la boca. Llegué tarde en el vuelo de Iberia con la nocturnidad a mi favor, pues a esa hora el personal de emigración y aduana estaba cansado y –algunos agentes, no todos- se dedicaron a solicitarme chocolates suizos. El ordenador portátil que llevaba no fue un escollo como supuse: solo tuve que registrarlo para –obligatoriamente- volver con él a Barcelona, ya que no es posible regalárselo a nadie. Como me cuidé de no llenar demasiado la maleta, pasé ligero, sin interrupciones de una puerta a la otra, hasta que me vi entre los brazos de mi madre, la misma que me dejó en el preámbulo del inmueble que ya no nos pertenecía.
-Dime una cosa, mijo-preguntó-: ¿Acaso no podías quedarte conmigo?
-Quise probar cuánto aguantaba mi corazón, vieja. No te lo tomes a mal, pero ¡he cambiado tanto..!-respondí sarcásticamente, suave, sin rencor.
Mi madre se quedó observando el cercado alrededor del jardín, un viejo sueño nuestro que no fue posible en otros tiempos, entre otras cosas porque teníamos que comer y trasportarnos ante todo.
Me despedí de ella hasta el día siguiente. Mi anfitrión tuvo el detalle de no salir a recibirme hasta que quedé solo con la reja interpuesta. Estaba escondido detrás de una persiana, mirando la escena desde el interior sin escuchar absolutamente nada. Luego sería yo mismo quien le contara más detalles de mi vida, la nueva y la otra que tuve en aquella querida isla convertida en archipiélago, porque en realidad lo es si miramos el mapa geográfico y el político, con todos nosotros, los que nos fuimos, girando alrededor.
El día después, la suposición de ese día, me llevaba envuelto en un auténtico manojo de nervios. Me refiero a lo que sería el día después que es cuando uno amanece, luego de varios años lejos, amanecer en el lugar donde uno nació y vivió la mayor parte de su vida. Y ese rotundo amanecer estaba marcado también por la fecha en que exhumarían los restos de mi padre, al cabo de dos años de enterrado en un lugar insólito.
Más que eso: El sitio donde lo depositaron era inesperado. Porque –también lo he narrado aquí- nadie sospecha siquiera que morirá un amigo tan a lo lejos y tan lleno de vida.

(Continuará…)

miércoles, 15 de octubre de 2008

Pasajeros en tránsito (otra vez)


Nadie notará mi ausencia excepto una mujer que conoce mis juegos favoritos, mis desvelos. Nadie escuchará mi suspiro al sobrevolar la costa, excepto ella. Nadie sabrá o podrá entender mi dolor porque es absolutamente íntimo, silente. Nadie quiere planear junto a mí sobre el océano para encontrar la pena multiplicada en el rostro de mucha gente, menos una mujer elegante que ha logrado tragar lágrimas conmigo. Nadie podrá decirme que falta algo en mi rutina, en mis entregas de todo tipo, nadie que no sea ella, porque los habitantes de este planeta no somos imprescindibles.
Un señalamiento despechado, furibundo, mal intencionado es como un alfiler esparcido por la cocina, dañino y cobarde. Esa mujer que me ama me ha dicho que no haga caso a las malas intenciones y siga adelante, en mis proyectos de vida, en mis deberes. Esa mujer me ha propuesto un sueño que radica en amar a la vida a pesar de todas las dificultades y todas las miserias humanas. Parece simple. Pero no lo es. Porque somos vulnerables y eso también es humanidad. Aquí estoy, mi amor, en cualquier lugar.